domingo, 11 de abril de 2010

Redistribución de la riqueza

El día había amanecido con una temperatura de tres grados bajo cero. Corrían los últimos días del mes de Agosto y aún era normal que hiciera tanto frío. Santiago se despertó a las siete y cuarto, tomó un café bien caliente y como todos los jueves, antes de partir para su trabajo telefoneó a su tía Sheila. El timbre sonó siete veces y nadie respondió. Esperó unos minutos, volvió a llamar, obtuvo idéntica respuesta y cortó. Evidentemente el teléfono no debe estar funcionando bien, pensó Santiago. Desde el día en que su tía había quedado viuda (y de esto hacía casi veinte años), no existió una sola mañana de jueves en que no se comunicara con ella. Apurado por la hora, tomó su abrigo y se dirigió hacia el subte pensando en darse una vuelta por casa de su tía en cuanto se desocupara del trabajo. A eso del mediodía el cielo se puso gris, Santiago recibió una llamada de un vecino de su tía quien le comentó que hacía días en que no sabían nada de ella. Ya nadie la veía salir a barrer y ni siquiera a hacer las compras. En un segundo la preocupación se transformó en desesperación. Así que corrió hasta la casa, tocó timbre y como nadie atendió, decidió entrar. Al abrir la puerta se encontró con el peor de los panoramas y la desesperación se fusionó hasta llegar al estado de tragedia. La autopsia revelaría unos días mas tardes que la causa de la muerte había sido un ataque cardíaco. Sin marido y sin hijos de por medio, el único heredero sería su sobrino. La sucesión judicial duró unos largos cuatro meses. Pasado este tiempo, Santiago vendió los muebles de algarrobo, regaló la colección de libros de artes de su tía y sacó a la calle el televisor blanco y negro que ni el museo quiso aceptarle. Con la venta de la casa mas unos dos mil dólares que encontró en la caja fuerte, Santiago podría cambiar su auto usado por uno cero kilómetro. Después de todo, no hay mal que por bien no venga.
Desde la vereda de enfrente y con necesidades totalmente opuestas, un cartonero, indigente o botellero (como prefieran llamarle) paró su carro de tracción pulmonar y cargó entre más basura el pequeño televisor blanco y negro que se encontraba desamparado en una esquina. Al finalizar el día, esta persona de escasos recursos había caminado más de ochenta cuadras, había pasado hambre y solo había conseguido unos míseros treinta pesos por la venta de la chatarra que había juntado durante esa tarde. Pero no solo tenía treinta pesos, también traía consigo ese televisor que nadie quería comprarle y que el creía ser capaz de hacerlo funcionar. Ya una vez dentro de su rancho de chapa y cartón, tomó un destornillador y se propuso no dormir hasta conseguir arreglarlo. Cuando lo abrió, la sorpresa mas impresionante se iluminó ante su rostro y los treinta pesos se multiplicaron por miles de dólares que se encontraban apiñados uno a uno en un rincón de esa TV. Una verdadera fortuna para su vida, mas precisamente unos ochenta mil billetes verdes. Y créanme que lo primero que pensó este hombre fue en devolverlos a su dueño, pero ese televisor había sido encontrado solo en una esquina cuyo nombre y ubicación exacta ya había olvidado.
Ese día el dinero bajó los peldaños de la clase media hasta llegar a la base del primer escalón. Gustos que Sheila prohibió a su vida y secretos no compartidos se esfumaron en segundos para convertirse en ilusiones de un pobre mendigo. Ese día lo que no pudo hacer el gobierno lo pudo hacer el destino.

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