
Los días pasaban y seguía navegando en las tinieblas de la soledad a bordo de la ilusión de que pronto regresaría, y esa ilusión, ese pequeño barco de frágiles velas, en cualquier momento comenzaría a naufragar. Cada noche que pasaba miraba hacia el cielo y contemplaba la luna, se aferraba a la imagen de ella, recordaba sus besos, sus palabras, sus poemas e inevitablemente la angustia lo invitaba a llorar. Sin embargo, no se daba cuenta de que esas lágrimas derrochadas vanamente no hacían más que aumentar el caudal del mar y ese reflejo de la luna no hacía más que iluminar la consecuencia de un amor perdido. Era tan cruel consigo mismo que cada paso que daba lo llevaba a internarse aún más en altamar. Me atrevo a asegurar que los días se habían convertido en una terrible monotonía, en una pesadilla de la que nunca despertaría. En el agua, las olas dibujaban el rostro de ella. En el aire, la brisa traía el perfume de ella. Todo era ella en ese inmenso mar.
Se resignó a pensar que el sol ya nunca aparecería y que las miles de nubes grises que lo acompañaban serían las únicas testigos de sus últimos días. Cansado y sin fuerzas se entregó a la agonía pues creía lo que no quería, creía que se ahogaría en el mar de la melancolía.