domingo, 29 de noviembre de 2009

A la espera de la salvación

"entre el cielo y la tierra hay mas filosofía de lo que tu sabiduría alcanza"
Y ahí estaba yo, más solo que nunca pero con el presentimiento de que me estaban observando miles de curiosos ojos. Recién habían transcurridos segundos en que había cerrado las puertas terrenales para encontrarme de frente con otro gran portal al cuál debía acceder. Jamás me había imaginado que el punto exacto entre la vida y la muerte sería un diminuto cubículo circular separado por dos grandes puertas que a la vez hacían de paredes. Techo no sé si había, era una especie de sala a cielo abierto. Sin dudas puedo asegurar que esa pequeña habitación era más grande de lo que parecía y que escondía en el aire los escritos y las penas de todas aquellas personas del mundo que transitaban por ese misterioso instante.
Ni bien cerré las puertas terrenales, avancé lentamente hacia la puerta que tenía a mi frente y la empujé tímidamente. Cómo no se abría, volví a intentar nuevamente pero esta vez con un poco más de fuerza. Comprobé finalmente que aún estaba cerrada y que debía aguardar a que alguien me abriese del lado opuesto. Debo admitir que nunca se me cruzó por la cabeza volver hacia la puerta que yo mismo había cerrado, pues la simple idea de que se vuelva a abrir me resultaba tan aterradora que el solo hecho de pensarlo me producía un escalofrío por todo el cuerpo. Ya conocía lo que había detrás de esa puerta y no tenía la más mínima intención de volver a cruzarla. Así que me senté a esperar mi turno y para matar la ansiedad me puse a escribir estas líneas. En un principio, pensaba contarles toda la historia de mi vida, pero lo que ocurrió aquel día se convirtió en el cuerpo principal de este relato. Aunque realmente no puedo aseverar cuánto duró esta pequeña odisea de estar en la antesala al paraíso, si fue un día o mas, o sin tan solo fueron horas o segundos. Es que allí uno pierde la noción de casi todo, el tiempo no es tiempo, no sé cómo explicarles.
En el preciso momento en el que la espera comenzaba a tornarse insoportable, se escuchó el ruido de una puerta abriéndose. Me paré abruptamente pensando en que por fin llegaría el momento en el que me reencontraría con mis seres queridos, pero lamentablemente la puerta que se abría no era la que yo quería, sino que era la misma por la que había entrado. Mayor fue mi sorpresa al encontrarme cara a cara con un muchacho vestido de payaso quien me confunde con San Pedro y me empieza a contar su vida. Me explica que había nacido en un pueblito poco conocido de la Europa Oriental, que sus padres eran los dueños de un circo, que durante su infancia no solo había aprendido el oficio de los malabares y piruetas sino que también debió trabajar para ganarse el pan y que a los 25 años, en uno de los tantos show de acrobacias se distrajo un segundo, calculó mal y cayó desde una altura aproximada de ocho metros. Y por ese error fatal acababa de cruzar la misma puerta que yo había cerrado minutos atrás. Le expliqué que no podía hacer nada, que esto no era el purgatorio y que yo no era San Pedro sino que estaba en su misma situación. Aclarado todo este mal entendido, el joven avanzó hacia la puerta, forcejeó unos segundos y tampoco logró abrirla. Se sentó a mi lado y cuando ya no sabíamos de que charlar, la impaciencia se volvió nuestra enemiga en común. Era la vigésima vez que intentábamos y la puerta seguía cerrada. Probamos golpeando la puerta, haciendo palmas, gritando socorro y nada. Nadie contestó nuestro llamado, ni siquiera rezando obtuvimos alguna respuesta. Hasta buscamos inútilmente algún mensaje que estuviera escondido en las paredes y mosaicos de la sala.
Resumiendo, yo, un anciano que había alcanzado los 95 años, y el joven muchacho de profesión payaso; los dos solos compartiendo un escenario desconocido y con el miedo persistente de quedar varados eternamente en el medio de la nada. Qué cosa extraña, acabábamos de morir y pareciera que en el cielo nadie estuviese preocupado por nosotros.
En un instante, la puerta volvió a abrirse y entró una mujer quien sin saludarnos comenzó a contarnos que ella también ya estaba harta de esperar. Nos dijo que eran varias las personas que estaban padeciendo nuestro mismo problema, que eran varias las salas de espera y que la puerta hacía rato que estaba cerrada y que creía que ya no la abrirían. El motivo textual: “el cielo está saturado de almas y no quepa ni un alfiler”. Luego, nos explicó acerca de la existencia de una sala de espera mas grande en donde se estaban juntando todas las personas que se encontraban en nuestra misma situación. Que no era el paraíso pero que era mucho mas confortable que estar en esta pequeña habitación. Nos describió que allí uno podía encontrarse con gente de todo el mundo y hasta con gente de otras épocas. Personas que habían vivido en el siglo V como personas del siglo XX. Era verdaderamente un crisol de almas de diferentes latitudes y de diferentes tiempos en donde la espera sería mas llevadera y en donde podríamos organizarnos en busca de una solución. Lo sospechoso era que la única que conocía cómo llegar hasta allá, era ella. Y para hacerlo debíamos salir por la puerta de entrada. Nos advirtió que confiáramos en ella, que no sería fácil pero que valdría la pena.
Esta era nuestra única escapatoria. Sin embargo el dilema que nos planteamos era saber qué nos esperaría del otro lado. La lógica indicaba que si esa puerta era la misma por la que entramos, casi seguro que nos volvería a conducir al mismo lugar en que estábamos minutos antes de morir. El payaso afirmaba que la mujer nos llevaría al lugar prometido. Yo sostenía que esa puerta nos devolvería al infierno terrenal. En verdad no quería cruzarla, pero la conjunción de una serie de elementos tales como ansiedad, soledad y desesperación, se sumaron a la insistencia de la mujer e hicieron que tomara la decisión que tanto temía. Así que tomé impulso y casi sin pensar en las consecuencias volví a cruzar la puerta.
Tan pronto como cruce la puerta, les juro que quise volver inmediatamente pero ya era tarde. Un golpe de electroshock despertó hasta la célula más ínfima de mi cuerpo y volví a aparecer en el lugar en el que estuve minutos antes de morir. Volví a ese maldito hospital, postrado en una cama con miles de tubos conectados y un grupo de médicos alrededor quienes celebraban mi reanimación. Quería moverme y no podía. Quería hablar pero tampoco podía. Solo podía ver y sentir los dolores de la muerte. En un estado de casi inconciencia, comencé a repasar los momentos mas importantes de mi vida. Había disfrutado de largas experiencias que hoy se convertían en una historia que pagaría por volver a repetir. No modificaría nada, excepto mis últimos 2 años en los que había tenido que sobrellevar esa enfermedad irreversible que poco a poco me fue sumergiendo en los abismos y las tinieblas espantosas del dolor y la agonía. Eso es algo que no me voy a cansar de cuestionarle al mundo moderno, la ciencia ha prolongado la vida humana pero en la mayoría de las veces (como en mi caso) a costas del sufrimiento ajeno.
Permanecí en este estado un largo tiempo, casi cuatro meses en el que los médicos hicieron todo lo posible por lograr mi recuperación. A pesar de todo, las cosas empeoraron día a día. Los familiares que en su momento se habían alegrado con mi supuesta “vuelta a la vida”, no hicieron mas que resignarse y uno a uno me fueron despidiendo en ese frío hospital. Y yo deseaba contarles de la existencia de otra vida, pero la comunicación me era imposible, mis limitaciones apenas me permitían abrir y cerrar los ojos. Tanto sufrimiento tuvo un fin. Después de esos interminables meses, mi organismo gritó basta y como a principios de este cuento, volví a cruzar la puerta de la pequeña habitación. Lo cierto es que ya no me importaba permanecer en esa sala a la espera de la salvación, ya no me importaba entrar o no al paraíso, solo quería que desaparecieran los dolores de mi cuerpo y en esa dimensión incierta conseguiría mi objetivo.
Al entrar me volví a encontrar en la misma sala en la que ya había estado. Esta vez era distinto, estaba convencido de que la puerta se abriría. A medida que me acercaba a la puerta una sensación de paz me fue atrapando. No se bien que es lo que habrá detrás de esa puerta. Lo importante es que yo ya había aceptado mi destino y evidentemente cuando uno acepta las cosas tal cual son, no hay paredón que nos pueda detener, desaparecen los candados y las puertas esperan ser descubiertas.

2 comentarios:

  1. Jorge!! tanto tiempo sin blog! Buenísimo lo que escribiste, será así? se me ocurrió escribir algo con respecto a algo parecido, después lo publico y me contás! jaja


    Saludos Jorgee!

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  2. Si es un poco largo pero creo que vale la pena leerlo. Dale, yo te cedo mis derechos de autor, para mi un placer ser plagiado por los grandes maestros. jajaja

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