sábado, 25 de junio de 2011

Hormigas

Algunos dirán que fue mi primer amor de verano, para mi es simplemente una vieja y triste historia que se mantiene oculta en un rincón oscuro de mi mente afectiva. Digo que es vieja porque todo ocurrió allá lejos y hace tiempo cuando apenas tenía 6 años. Digo que es triste porque no tiene un final feliz, porque ni siquiera en la más perfecta película de Hollywood podría haberse imaginado un desenlace tan cruel como el de esta historia. Recuerdo perfectamente cómo empezó pero más recuerdo cómo fue que terminó.
El comienzo fue un día caluroso del mes de enero, una de esas tardes en las que el termómetro se acerca a los cuarenta grados y en la que la siesta se convierte en el refugio favorito de la gente. Después del almuerzo mi padre me ayudó a inflar las gomas de la bicicleta para salir a dar unas vueltas. El momento justo en que la vi por primera vez fue ese, cuando abrí la puerta de casa. Estaba tan atolondrado que casi la atropello con la rueda delantera. Clavé los frenos de golpe y sin pedirle disculpas la dejé pasar. Ella era morena, esbelta y perfecta, de andar ligero y elegante. Traté de seguirla pero los límites que me habían impuesto mis padres eran para cumplirse y exigían que con la bicicleta sólo se me permitiera andar de esquina a esquina. Esa tarde no hubo forma de perseguirla. Obnubilado y anonadado la perdí de vista apenas cruzó la línea de la ochava.
Por suerte durante la semana siguiente, similar escena se volvió a repetir. En muy poco tiempo, el hábito de sentarme a esperar para verla pasar se convirtió en rutina diaria. Pero no podía quedarme solo con esa imagen, no podía dejar mis sentimientos relegados, necesitaba saber mas información. No era normal que se produjese semejante admiración sin siquiera cruzar una palabra. Quién era, dónde vivía y cómo era su vida eran los datos que mas me generaban intriga. Diseñé un plan para averiguar este objetivo. Tenía un dato cierto: sabía que ella tenía la costumbre de pasar todos los días alrededor de las tres de la tarde por la puerta de mi casa. El día elegido había sido el viernes, en casa la esperaría y en el momento en que pasara, disimuladamente la seguiría.
Cuando llegó el día viernes, un rato antes de la hora pactada, a eso de las dos y media de la tarde, me senté sobre el umbral a esperarla. En vano fue la espera pues esa tarde no apareció. La causa de su ausencia en su momento fue un misterio que supe entender años mas tarde. Creo que fue la lluvia que cayó ese día sobre la ciudad de Buenos Aires la razón principal por la que se permitió no aparecer.
La decisión de esperar al día siguiente fue acertada. A las tres y dos minutos allí venía con su paso apresurado como siempre. Cargaba en sus manos unas hojas. Casi sin que se diera cuenta comencé a perseguirla. Ella caminaba bien pegada a la acera y yo disimuladamente, como un detective, detrás de sus pasos. Al llegar a la esquina de la calle Cervantes, sin cruzar de vereda, giró a la derecha y siguió con paso firme por las baldosas de la calle Sánchez. Yo seguía allí, sigilosamente atento a sus movimientos. Por aquella cuadra en donde los árboles frondosos apenas dejan un espacio angosto para caminar, avanzó unos 30 metros y se metió en una casa vieja y sucia que yo creía abandonada. Era una casa de color rosa pálido con rejas negras y con un pequeño jardín en el frente. El jardín estaba bastante descuidado y se había convertido más bien en una tapera de yuyos. Regresé a casa con la certeza que la misión estaba cumplida, había logrado averiguar su domicilio y ya no tendría necesidad de aguardar hasta las tres de la tarde para poder apreciar su presencia.
Así pasé mis tardes de verano dominado por esa loca y elemental necesidad de sentir su presencia, necesidad de ir hasta la puerta de su casa y esperar el momento en que saliera. Ella constantemente me ignoraba. A decir verdad, creo que nunca se dio cuenta de mi presencia. Mi hermano mayor me decía que todas eran iguales, que dejara de preocuparme y ocupara mi cabeza en otras cosas.
Lamentablemente todo principio debe tener un final y el 3 de Febrero fue el día del juicio final. A partir de ese día, ella ya nunca más volvería a frecuentar el frente de mi casa. Fue por culpa de un maldito vecino que la asesinó a sangre fría. La dejó tendida sobre el pavimento y con gesto de despreocupación siguió su marcha como si nada hubiese ocurrido. Además de mí, había 4 o 5 testigos más presenciando la escena del crimen, pero nadie se inmutó ante tan terrible atrocidad. Como si fuese normal andar por la calle cometiendo este tipo de acto. Yo solo tuve reflejos para correr en su ayuda pero lo hecho ya estaba hecho y el tiempo no puede volver atrás.
Mi padre me dijo que no debía llorar por tonteras. Pero esa era su forma de pensar, el punto de vista de una persona grande. Es que las personas cuando crecen se olvidan de dónde venimos, se olvidan de nuestra única y vital identidad. Para mí no era ninguna tontera, era lo más cruel que podía ocurrirme. El mundo en el que yo creía estar viviendo no era tan perfecto y justo como lo había imaginado. Ver a un adulto levantar su pie derecho y golpearlo con fuerza contra el suelo con el fin de aplastar a un ser pequeño e indefenso merece el peor de los castigos. O acaso a vos te gustaría que mañana apareciese un gigante y te aplastara con sus pies o sus manos y te matase en tan solo un instante. Sin dudas, solo una persona sin alma y sin corazón tiene las agallas y el coraje suficiente para cometer semejante brutalidad.